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jueves, 15 de diciembre de 2011

CONTAGIO: UNA ÉPICA DE BUENOS Y MALOS vs LA HUMANIDAD.

     Me había prometido no hablar de cine, nada de películas. Pero el otro día mi hermano me preguntó por Contagio, ¿oye qué tal esa?, y me puse a pensar en que había visto esa película medio dormido sin prestarle demasiada atención, en una de esas maratones de cuatro, cinco, seis películas, tan raras ahora que mi hijo es la red dura que da forma a mi tiempo.
     ...pero había algo en esa película.
     Anoche, tras una vomitona inesperada por ingesta de gel de mi hijo, con los nervios arrugados por el susto, me levanté a las cinco con el título de esta película en mente, y volví a verla.




     Contagio es una maravillosa película, una de esas joyas que reúne una serie de requisitos que rara vez se pueden encontrar juntos en una misma obra. Gran factura, un elenco de grandes actores (Winslet, Fishburne, Cotillard - impresionantemente hermosa y atractiva esta mujer -, Paltrow, Damon, Law...), una estructura narrativa alucinante, donde no existe practicamente un minuto de bajón. Como obra, ya te digo, es una gran obra. Y no recordaba a su director: Steven Soderbergh, pero al verlo la película se me antojo muy similar en algunos aspectos, tal vez esta más lograda por el tema en cuestión, a otra película suya de grandísimo nivel: Traffic.

     Pero no es por una crítica de cine que traigo esta película aquí, sino por su tema. El cine, principalmente a través del Western, y luego en las pelis policiacas y de mafias, a establecido mejor que ningún otro arte una estética/ética de buenos y malos. La Ética con mayúscula, es de la que hablamos, la ética de cómo conducirnos cada día. De eso trata Contagio, de eso trataba Traffic.
     
     Contagio lleva al cine, con un sorprendente resultado, el tema de La peste, de Camus: la insignificancia del hombre en un mundo que lo supera, su falta de control sobre los elementos más banales, más dañinos. Porque no hay mayor metáfora de todo esto que comprender, saber, sentir la existencia de un virus.
 
      Advierto que hablaré del contenido de la película, para aquellos que no desean conocerlo antes de verla.
     Y a través de una historia que ya se ha ensayado varias veces en el cine (Estallido, La amenaza de Andrómeda, que yo recuerde ahora), Soderbergh no sólo nos monta un estupendo Thriller donde el asesino es un virus nuevo y mortal, sino que establece en esta búsqueda una línea divisoria entre buenos y malos que nos hace reflexinar sobre el sentido de la humanidad, nuestra ética personal y qué es lo que nos define como personas. Por una lado: los desesperados del salvese el que pueda, políticos egocéntricos, un bloguero que encarna el cinismo, el egocentrismo y la personalidad de un manipulador de masas a la perfección (muy bien interpretado por Jude Law).
     Por otro lado están los buenos, que es adonde quería llegar: un famoso virólogo que se la juega para cultivar el virus, en aras de un ideal, una ética, hacer lo que uno tiene que hacer. El precio: su vida. Una epidemióloga que buscando el origen del virus acaba contagiada. Su primera reacción es aislar el hotel, prevenir, evitar el contagio. Detener el mal por encima del interés personal. En un gesto extremo, muere en una nave, cediéndole su manta a otro enfermo presa de temblores por la fiebre. Soderbergh fuerza la estética del héroe aquí, pero resulta creíble y facilita las cosas a un público algo perdido en la intensa trama.
Una representante de la OMS es raptada para obtener como rescate vacunas. Cuando descubre que esas vacunas que irán destinadas a niños de un pueblo son falsas no duda en dejar a su jefe allí sentado en el aeropuerto y marcharse en busca de esos niños con los que ha vivido, a los que ha enseñado. Su vacuna en la mano es seguro que no irá destinada a ella, pienso.
     En un gesto redondo, la hija del virólogo que obtuvo el cultivo consigue hallar una vacuna, y para evitar meses de pruebas y trámites, se la inyecta a sí misma y acude a una nave de aislamiento, visita a su padre. El padre, porque todo padre es egoísta con sus hijos, le reprocha esa acción, que esté ahí frente a él contagiándose para probar sin saber con seguridad. La respuesta es inmensa: esto es lo que tú me enseñaste, esté es mi código, tú código de vida: estás aquí por cultivar el virus a costa de tu vida. ¿Qué querías que hiciera yo? Grande.
     Me ha emocionado tanto esta película que no he podido evitar rescatar estas historias. Lo que quería definir es difícil por cierto tufo a moralina que nos hace abstenernos de hacerlo. Pero hoy prescindiré de ese pudor. Me gusta Celine, me atrae como una sima su mal, su odio, su negrura. Pero creo que lo que mejor define la esencia del ser humano, o más precisamente, no del ser humano, sino de la humanidad - que no es lo mismo - es ese darlo todo por un ideal mayor que nosotros mismos. Una ética y una actitud existencialista: pórtate como quisieras que se portara el mundo. Celine está bien, porque escribió y es por eso por lo que lo conocemos, más allá de si fue un malvado de facto o no. Debemos saber del mal, pero no hay por qué recrearse en él en exceso. La humanidad, mientras nos revolcamos en esas excrecencias, está esperando.
Las uvas de la ira posee una escena final de increíble humanidad
     En un apasionado post en torno a mi dilecto Stanislaw Lem, David Torres  esboza una estética mas que una ética de la violencia como verdadero sabor de la vida. De toda su paráfrasis del libro de Lem fue ese punto minúsculo el que me molestó, como afirmación, por lo que hay de cierto, por lo que comparto de ella. Pero comprendo ahora, tras esta película, que lo que define mejor y más claramente a la humanidad, los de Atapuerca ya lo dicen a voz en grito, no es la violencia, ni la crueldad, ni las guerras. Todo esto mejor o peor organizado según las capacidades del animal es algo común en la naturaleza. Lo que define a la humanidad más distintivamente es su capacidad de cooperar, de darlo todo por un ideal mayor y salirse de uno, luchar por algo, sí, y que ese algo sea una obra propia, tal vez minúscula, a veces mejor cuanto más minúscula y más establezcamos una ética en torno a ese gesto. Y llevar esa lucha adelante con entrega, sin imposiciones ni violencias, sino a través del arma de la actitud propia, del ejemplo (por muy cristiano que suene esto es un valor que defiendo por benevolente frente a otros ideales más impositivos y peligrosos). Haz lo tuyo y hazlo bien, sin mirar al lado ni al mal ajeno. Lo que define a la humanidad no es lo que la separa, en sus luchas intestinas, sino lo que la une y funde. Es el gesto final de Las uvas de la ira, es la frase tonta de Starman: lo sorprendente de los humanos es que sale lo mejor de vosotros cuando peor están las cosas.






lunes, 12 de diciembre de 2011

Razón y revelación: Ovidio para un nuevo romance de la civilización

     La historia intelectual del mundo, dice mi curso de The Teaching company, se mueve entre dos polos: la tradición judeo-cristiana - y la previa religiosa - de la revelación, y lo que inauguraron, y siempre se lo agradeceremos por ello, los griegos: la razón. Razon vs Revelación.

     Tengo un amigo que esgrime que la razón de todos los males que diseñaron el siglo XX como un tubo de ensayo amplificado del infierno, un lugar y un tiempo del que tal vez el propio Satán tomó notas perplejo y capitidisminuido, radica en el romanticismo. La desvinculación de la razón en aras de ideas que no eran tales, entre ellas, la de nación, ideas que formaron un país inexistente por cierto: Alemania. Ese país sin historia que pretende ahora dictarla.

 
     Los inicios del siglo XX parecían un día de reyes, ahora que ando con la carta de mi hijo. y todo eran promesas sin sombra. La ciencia se hacía tecnología, y el hombre movía los hilos de la materia para su propio beneficio. espantaba los pájaros de la naturaleza indómita o eso parecía, tuteaba a la muerte. Porque la ciencia se hacía mayor de edad, empezaba a producir. Claro que ya entonces hubo algunos desencantados, aguafiestas que como ese niño crecidito nos soplaban la verdad: no hay reyes magos, la razón no arreglará al hombre.

     Nietzche, su voz más alta y clara, rajó de lo lindo: lo apolíneo vs lo dionisíaco. Basta leerlo para entender que era una extrañísima amalgama de ambas cosas. Siempre he tenido un pálpito de que era el filósofo que más me conmovía. Con ideas y exabruptos confecciona una sesión de sado oscura y poderosa combinada con caricias de razón contundente y reparadora. No es como Celine, puro infierno, aunténtica crema exfoliante del alma. Nietzche es pelea y estrella danzarina en juego, y en él nos va la vida.


     Los clásicos se han definido mil veces, y aún nos hacen falta otras mil, para no olvidarlos, si no están ya olvidados, claro. Porque todo este ditirambo esencial en la historia del pensamiento entre razón y revelación, Freud y Nietzche (entre otros) frente a Descartes y otros racionalistas , toda esta falta de comprensión de una realidad compleja que los orientales ya resumieron uniéndolas - que es lo que nos faltó - en su ying y yang, ya fue esbozada con mayor ambición, dándole una dialética de hecho, en una frase atrevida y contundente de Ovidio que me interesa mucho como artista:


                                                 "Lo que ahora es razón, antes fue impulso"

      Leía hace poco sobre las relaciones de la ciencia con el arte, cómo los científicos han buscado en el arte verdades que trataban de demostrar bajo un convencimiento puramente intuitivo, luego revelado. También el arte y Dalí es un ejemplo, ha bebido de la ciencia para plasmar límites y paradojas, para expresar con su estética ideas que en su enunciado escapan a toda razón, siendo sin embargo razonablemente deducidas de lo que la experiencia demuestra, como es el caso del mundo cuántico y su cachondeo para con nuestra limitada percepción.

          Ese es el filo de la navaja del existir, intelectualmente hablando al menos: razón/revelación.

     La razón moderna, a mi entender, nace fragmentada. Descartes inauguró la razón, sí, pero con minúsculas, la única que existe, y la duda con mayúsculas (sobre todo en su banal demostración de la existencia de Dios por reducción al absurdo). La imagen más representativa de la modernidad y el racionalismo renacentista no es sino el reverso de la razón, desde una lectura postmoderna, claro. Un profesor mío, Marín Casanova, decía que en esto ya se anticipó Velázquez, cuando en la rendición de Breda, entre gestos civilizados de vencedores y derrotados, entre todo el entramado de caras homenajeadas e historias sempiternas de batallas y conquistas en pos de una gloria y un imperio que nunca perdura, el verdadero protagonista de todo aquello no es otro que el culo de un caballo, la ironía, la sorna de sus cuartos traseros ocupando con mayúsculas el espacio estético de un cuadro que es escamoteado a la historia.
El culo del caballo incluso tapa al grupo de vencedores, como riéndose de estas épicas batallas.
     El papel de la razón en la historia no está claro cuál es, forma o fondo. En una vidriera - donde el plomo es la forma y el cristal el color y la textura - no está claro que sería: a veces es forma, otras muta y no es sino el color, la tonalidad del desastre; intercambia su rol con los abismos de los que formamos parte. Tal vez parezca, para los racionalistas, el plomo que da forma y estructura; es posible, pero llegó la primera gran guerra, y aún una segunda, y un mundo mercantilizado donde no estamos seguro de encontrar lo mejor del hombre, seamos franco. Claro, ya lo dije, el plomo del siglo veinte confundió de nuevo y para siempre, a fuego lento, a la razón, dejándola perdida, insularizada, en sus laberintos dialécticos, dispersa como los discursos postmodernos. Va siendo hora de amalgamarla, dejarnos de nocillas y otras formas pueriles de juegos de la razón y el arte para reencontrarnos con Ovidio. Un concepto mucho más elevado y ambicioso del arte de amar, la verdad sea dicha.
      De este intento de amalgama ya sabemos algo, no sé si mucho o poco, pero se ha experimentado con él. Casi siempre por separado: surrealistas, dadaístas...se abocaron a la falta de razón, al puro impulso de lo oscuro. Así hubo muchos. Nadie ha escrito de la irracionalidad razonadamente mejor que Freud, aunque él lo llamó inconsciente, y lo redujo al hombre. Los postmodernos, y otros coletazos, inauguraron, o no, el juego de una razón sometida a los desvaríos de sus fugas y variantes, como si se tratara de compositores metidos a filósofos. Fue entonces cuando la filosofía se hizo surrealista, una deriva que no hay que menospreciar, por cierto. Ahora nuevos tintes de un neoracionalismo casposo y endeble asoman, queriendo barrer de polvo y paja el parqué de sueños y monstruos, espantar las ilusiones románticas y empezar con los bailes de razón Cartesianos dudando de todo menos de la mopa que los ampara: la razón. No es la vía. Tal vez Nietzche, una vez más Nietzche, y la frase de Ovidio, nos indiquen que hay que imbricar, alternar, experimentar con un nuevo humanismo en el que esas dos realidades - razón y sinrazón - son parte de la cultura y la realidad humanas, y ninguna ha podido desbancar a la otra, aún cuando la razón se lleve en lo fundamental y más importante para todos la peor parte. Nada nuevo bajo el sol. La nueva filosofía postwittgensteniana lleva siglos tratando de tú estos temas, y escribió con mayúsculas sobre ello en su mejor género: hablo de la literatura, claro, y de su máxima expresión: la novela. No hay género ni disciplina capaz de recoger todas estas contradicciones, todos estos opuestos que compendian al ser humano como lo hace eso que llamamos novela.

sábado, 10 de diciembre de 2011

EL AGUJERO NEGRO DE LA ESCRITURA (LOCURA Y HACHA KAFKIANA)

      De Kafka es una de mis citas favoritas, recurrentes: "Un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura". Pero al igual que hicieron sus traductores con sus textos - según Kundera - me atrevo a enmendarle la plana, corregirle sútilmente la sentencia: Es el escritor que no escribe el que desciende peldaño a peldaño el camino de la locura, del propio infierno. Ignoro si Kafka sabía ya eso - seguramente sí - y dio un paso más: esos escritores a lo Bartleby nos llevan de la mano de una manera profunda y subyugadora, nos arrastran con una fuerza que no han sabido depositar en texto alguno.
     En todo caso, no sé, y esta vez me inclino por el no, si Kafka al pensar en todo esto coincidía conmigo en lo que a locuras se refiere. Últimamente las mías son abdicar en el mal gusto, la melancolía, y una especie de paroxismo de la quietud a la espera de caerme dentro de la próxima novela que quiero escribir. Así, ahora, madrugada del viernes al sábado, oyendo "Take my breath away" (sí, es lamentable, ¿y qué?) sólo siento ese vórtice doloroso de mis cuarenta años. No me pesa lo no vivido, o las equivocaciones, ni patatín, ni patatán. Es sólo que la vida es muy corta, coño. Yo, por ejemplo, ya he dado la vuelta a la esquina, veo mucha gente de espalda que antes veía de frente, o al revés, que también vale así la metáfora.
     En fin, como locura, es bastante normalita. Las he tenido peores, mucho peores, cuando escribía y leía sin parar y habitaba en una zona oscura de la que ahora sólo me llegan débiles señales.
     Pasa el tiempo, leo, pienso (poco), avanzo dejando un rastro, una estela de vahos, sudores, algo de sangre y alegría, mucho de rabía, de apretar los dientes. La novela no me llega. 

     La escritura tiene alguna similitud, ahora que lo pienso, con algo que me apasionó hasta la locura - esta una vez más, siempre acechando - en mi adolescencia y juventud: la astronomía, el universo, las estrellas, más concretamente. Porque yo de joven no quería saber nada de la literatura seria y sólo iba de la divulgación científica a relatos a menudo mal redactados en los que Clarke, Asimov - mi adorado Asimov, tenía su libro del universo tan manoseado que se te ponían las manos aceitosas al tocarlo -, Lem y otros desgranaban un mundo que ni era ni será este. Un escritor, en ese escenario del espacio, se halla de viaje en el vacío interestelar, perdido en una supuesta materia oscura de la que poco sabe. Aquí y allí divisa galaxias, Quásares, su cabeza hierve de vez en cuando y una estrella le nace entre las sienes. 
     
     Las estrellas tienen toda una jerarquía, no vayan a pensar, tal vez no lo sepan. Así las ideas que alumbra un escritor no cuajan casi nunca en una novela, se quedan sólo en el terreno de lo posible, de la ocurrencia, a menudo. Enanas marrón, soles amarilos, gigantes rojas de poca densidad y calor... Tarde o temprano - confiémos en que sea así, una de estas centrales de fusión nuclear acaba por colapsar y todo cae sobre ella. La vida del escritor entonces converge por completo hacia esa idea. Cada detalle puede servir, y a menudo sirve. Todo lo demás es como un sueño, algo que apenas te roza: ha aparecido el agujero negro, llega la novela, tienes que escribir. Mientras estás en él sabes poco del exterior, su fuerza te mantiene dentro, es una singularidad, aquí nada vale, aquí vale todo, no hay más. Si por algún sortilegio que la física no explica ni admite, escapas, el agujero negro se pierde. Sabes que está ahí, puedes colegir su presencia por el hueco, la atracción se lo tragó todo a su alrededor, pero no puedes acceder otra vez al interior. Esa es la volatilidad de la escritura, ese agujero es el que espero mientras oigo canciones de mierda y remastico la brevedad de la vida, sin amargura ni drama, un viernes de madrugada.

     Una novela, sí, escribir una novela. Kafka también dijo, por cierto - y acabo -: un libro ha de ser un hacha para el mar helado que alberga nuestras cabezas. A mí me cuesta últimamente que me abran la cabeza así, no sé si es cosa mía - los años tal vez espesan el hielo para proteger nuestro caletre - o es que sólo me llegan libros sin afilar. Tal vez es cuestión de suerte, de acierto, o de momento vital. Cuando casi sólo leía ciencia ficción me cayó en las manos un libro desconocido escrito por un desconocido - para mi -: Lolita. Su comienzo me resultó tan impactante que sentí algo kafkiano, como si un líquido frío hasta doler se derramara por mis sienes helándome el pecho y la espalda. Lo leí dos veces seguida, tratando de entender aquella escritura tan diferente a lo que yo conocía, difícil, sí, pero con una belleza y un poder sobre mí que nunca había conocido. Aquel libro me puso en órbita. Aunque entonces aún no buscaba agujeros negros, como ahora, sólo quería luz y el placentero dolor de sentir el mar helado de la prisión en que andaba derramándose una vez más frío por mi cuerpo, bajo el golpe del lomo de otro libro.

viernes, 4 de noviembre de 2011

MI ABUELO ERA DIOS

     Recién llegado de la piscina. Mi cuerpo dibuja un nuevo horizonte, pero nada me traen los días o me traen demasiado, y no sé cómo tragarlo: la sonrisa de mi hijo, inasequible al desaliento, su metralla de preguntas regadas por la realidad, como si tratara de sostenerla él solo, con su metro diez, David contra Goliat. Un beso de mi mujer que interrumpe mis cavilaciones, mis lecturas, mis silencios. Un beso cuando friego, cuando saco impresiones para el trabajo o relleno una aburrida base de datos. Un beso al acostarme o mientras miro la tele como podría mirar cualquier otra cosa; como podría no mirar nada y sería mejor. Mi mujer me besa y calla y por eso acaba siempre por llevar la razón. Me besa, mira, sigue, y ya está el campo minado, no sé qué hacer con todo eso, es demasiado para mí.
     Llueve en Cádiz y el viento exprime los edificios y los árboles con el frenesí de un ama de casa agobiada por la humedad y las goteras.
El niño que fui entonces
     En estas leo un “relato en verso” de David Torres, una historia sencilla (¿?) que resume muchas cosas. Y claro, no puedo ni pensar, todo se anega en mi memoria y me vienen a la cabeza un tropel de recuerdos. Mi abuelo, mi abuelo. Y comprendo que en el dolor y la separación tuve mucho, más que muchos, demasiado también. Tuve un abuelo que en cuerpo y alma consagraba los días de su vejez a un niño solitario a veces, fantasioso y ajeno al mundo otras, feliz, después de todo.


     Nunca se lo conté a nadie, porque me daba vergüenza, pero mi abuelo una vez me lo dijo (también lo haría mi abuela, haciéndolo enfadar por puros celos). Era un día cualquiera, que yo recuerde, y algo debió salir en la tele o más bien en la radio que tanto le gustaba escuchar. Entonces se quedo mirándome y yo, que andaría leyendo o preparando algún examen con él al lado, como siempre; levanté la cabeza y le oí decir: ¿Sabes, Paquito, yo sólo he estado enamorado dos veces en mi vida? ¿Lo que se dice enamorado?, dos veces. De tu abuela, hace más de cincuenta años, y de ti. Y las dos son como dice la radio: amor a primera vista. Yo entonces reaccioné mal, a ver. Tendría 15 años y comprenderán que esas homofilias no podía admitirlas. Ahora veo las cosas de otro modo.
     Leo el poema de David Torres y le contesto emocionado, tal vez inapropiadamente:
Es un buen "relato". Hay imágenes que resumen el "laberinto español" en unas líneas. No hacía falta enredar tanto, a ver si se lo digo a Brenan cuando me toque verlo.

Mis abuelos y yo visitando el zoo de Madrid.

     Mi abuelo fue divisionario, falangista, maquinista, detective, afinador de pianos, metalúrgico,  guarda, jardinero, sargento de ingenieros, políglota en alemán, ruso, marroquí, francés e inglés (más de 10 frases en cada idioma), putero, fugado. Antes de todo eso fue huérfano de padre y alistado en la legión con 16 años, y luego lo metieron en la cárcel por comunista. Yo lo conocí como mutilado de guerra, franquista, y una gran, grandísima persona. Me crió, y mimó, y alentó en todo. Se partió la cara con setenta años con más de un padre en el barrio marginal que creció alrededor de su "chalet" ilegal, construido con sus propias manos. Mi abuelo, para mí, hasta los diez años o más, fue dios. Luego mi abuelo murió, y dios, y Franco, a dios gracias.
P.D.: Esta historia de España, para muchos, está inscrita en primera persona. Hasta yo, nacido el 69, lo vivo así, porque me crié con mis abuelos. Así, de los documentales que he visto de la guerra, uno en especial me trajo la memoria de mi abuelo, que nunca hablaba de la guerra, muy poco. Le gustaba, eso sí, contar los detalles ajenos a la sangre: la nieve en Polonia, un tren cubierto por una avalancha en la invernal y reventada Europa de entonces, y los rusos, los rusos, los divertidos rusos con los que bebía y reía. Nunca pensé entonces lo extraño de eso, y de que nunca hablara de los alemanes. Pero este documental me reveló el carácter español, lo que pasó.
    
     Merece la pena verlo entero. Cuentan como algunos divisionarios se pasaban a la línea enemiga para tomar un vino, y cosas para no creerlas. La anécdota de las putas polacas y judias es divertida y siniestra a la vez, como aquella terrible época. Desde entonces me di cuenta que mi abuelo formaba parte de esa historia, de nuestra historia, como Berlanga, Ciges, y muchos otros.

martes, 25 de octubre de 2011

TRACTATUS LITERARIO O CÓMO ESCRIBIR


     Aunque debería decir cómo no escribir, que es lo que principalmente hago. Y no me refiero a que no escriba y ya está, sino que al igual que Wittgenstein dice que toda su obra se compone de lo escrito – una pequeña parte – y de lo no escrito – siendo esta la más importante y extensa obra que deja; igualmente yo pongo todas mis energías, vida y hasta lo que no tengo en el ingente esfuerzo que supone estar sin escribir sabiendo que lo único que quieres hacer es precisamente eso, escribir. Pero no es posible.
     Me manda mi amigo Gabriel un artículo suyo, una biografía de ideas, publicado en FILOSOFÍA HOY. Es un buen trabajo, como si Russell hiciera un trabajo de bachillerato condensado en una cuartilla. Precisión de ideas, brevedad de exposición.

     Un verdadero amigo es como una novia adolescente, y lo único que quiere es sacarle los puntos negros a sus compañeros, iluminarle las peores frases, las ideas más banales. Así que me pongo en marcha y leo un poco sobre Wittgenstein por ahí para acribillarle. Todo el tiempo, desde que recibí su correo, tengo en mente una frase de este autor que me hechizó, hasta el punto de que acabé por conseguir una taza con esa máxima: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi conocimiento”. Así se las gastaba Ludwig. Nada de cócteles ni despilfarros de niño de millonario. Claramente era un rarito.
     En estas estaba cuando recuerdo mi novela, esa que no escribo, y que trata de un escritor que escribe obras que cambian la realidad, la transforman literalmente, tiene un efecto físico en el mundo. No digo más. Me gustan estas obras. Precisamente ayer, en solodelibros, comentaba a raíz de una sinopsis crítica del último libro de Isaac Rosa (“La mano invisible) que me gustan esos libros donde se altera un elemento de la realidad y a continuación el escritor pasa a investigar qué ocurre con esta. Ejemplo: Ensayo sobre la ceguera (su título ya es una declaración de principios): todo el mundo se queda ciego. ¿Qué ocurriría con la humanidad?
La invención de Morel inspiró LOST
     Tal y como termino de comentar esto caigo en la cuenta de que mi novela pertenece a un subgénero de estas, o a un género antinómico: obras que tratan de cómo la literatura se infiltra en la realidad, o aparece de lleno en esta, para a continuación ver qué pasa. El ejemplo por antonomasia es El Quijote (aunque, como diremos siempre, esta obra es mucho más). Un ejemplo extrañísimo y sublime de interrupción de la fantasía y el relato en la realidad es La invención de Morel. Maravilloso.

     El caso es que todo esto tiene mucho que ver con Wittgenstein, que llega en la noche de la mano de mi amigo. Este autor habla en un lenguaje hermético y fácil de malinterpretar (cosa que a mí como escritor no me importa hacer) de lenguajes, realidades, y lo posible. Todo lo que pensamos o decimos es posible, dice el filósofo. Qué bien me viene esta frase para mi novela, pienso. Resulta que encuentro en Wittgenstein una verdadera cantera para justificar lo que en mi historia pasa. Es como si el autor de esas obras misteriosas que cambian el mundo hubiera encontrado la forma de decir aquello de lo que, según Wittgenstein, era mejor callar. Aquello que no puede decirse, en mi novela se dice y por tanto se hace real (esto va a ir tal que así en la novela, palabra). Con razón dicen que la única filosofía a partir de Wittgenstein, que solucionó todos los problemas de esta disciplina, es la literatura.
     Redondo. Ahí le has dado, pienso. Muy bien, tío.- Y ya es casi como si estuviera otra vez en la brecha. Es lo que tiene esto. Te descuidas y ya estás medio escribiendo. Aunque para hacer esta argumentación haya tenido que dar todas estas vueltas.
     Todavía tengo que decidir que Wittgenstein me conviene más, claro. Si el primero, con su lenguaje objetivo, designativo, real por así decir. O el segundo, más cercano, con sus juegos de lenguaje, la imposibilidad de los lenguajes privados, los contextos. O los dos, qué leches. Para los escritores no hay contradicciones, todo es uno y lo mismo, me digo tergiversando a Heráclito.
     Por estos malditos meandros es por los que un escritor ha de estar abierto a todo, leer las reseñas de los amigos, los comentarios de libros que no conoce, marearse con mil y una cosas que en principio no le llevarán a nada. Hasta que de pronto aparece la pepita de oro. Por eso los escritores, como dice Antolín Rato, se pierden en discusiones bizantinas en las ferreterías o se quedan exhaustos tras un paseo por el mercado del pueblo.

Escritor in progress
     Había un programa de Redes (no pienso buscarlo) en el que una doctora hablaba a la extrañamente algodonosa cabeza del Punset acerca de lo similares que son los procesos de investigar y de crear. No se ha reflexionado bastante sobre esto, decía, pero creadores artísticos y científicos comparten muchísimas experiencias, métodos y resultados cuando crean o investigan, respectivamente. No entendí ni pío, claro. Pero meses después, mientras escribía otra novela inconclusa (soy un experto, créanme), descubría a cada capítulo un problema nuevo, otra dificultad. Aquí tenía que encontrar la voz para otro personaje. Allí había que escribir una pelea como en una comedia televisiva. Luego había que intercalar tres voces en un mismo capítulo. Así que me levantaba de la cena y ganas me daban, recordando a la doctora, de enfundarme mi bata blanca y con la taza de porcelana - donde aparece borrosa la frase citada de Wittgenstein – dirigirme a mi laboratorio-despacho en la torre para proseguir con mi creación, mi particular Frankenstein, mi creación a partir de mil retales inconexos.
 
     Suerte que esta idea de Wittgenstein ha aparecido mucho después de tener la temática de esta novela. Al tratarse de una novela con cierto corte policial (pero es en la superficie), mezclado con la metaliteratura (o la literatura sin metas,je, je); citar ahora este filósofo me recordaría demasiado – aunque nada tengan que ver – a la divertida y banal novela Una investigación filosófica, de Kerr. Pero la mía es algo mucho más enrevesado, complejo, lúdico y metafísico, pretencioso (Arty, incluso). La mía no existe, de hecho, y probablemente nunca lo haga, si sigo hablando de ella en lugar de escribirla. Ciao.

miércoles, 19 de octubre de 2011

AMIGOS IMAGINARIOS PARA UN ESCRITOR IMAGINARIO

     
     Últimamente me da por imaginar cosas raras cuando me levanto al baño de noche, extrañas escenas de películas malas de terror no vistas. Hoy, por ejemplo, como me ha despertado la respiración de mi hijo y su garganta acatarrada, he creído ver agazapado junto al dintel de la puerta una versión diminuta de él. Un niño sombra, un amigo imaginario que me espiaba, como si quisiera conocerme para decirme algo que no va bien entre mi hijo y yo. O tal vez lo que buscara fuera la ocasión para vengarse de mis denuedos por civilizar a mi hijo, por educarle, quiero decir. Los niños tienen amigos imaginarios, pero no he encontrado nada sobre qué pasa si un padre mantiene una relación paralela con ese amigo. Un padre solitario, un escritor que no escribe, o no vive, que es lo mismo para el caso. Una persona que ve en ese amigo imaginario posibilidades infinitas. Ve libertad, falta de prejuicios, ve la misma entrega al instante que ilumina la cara de su hijo. Es triste, pero es más fácil el trato con el amigo imaginario de mi hijo que con él mismo. Claro, mi hijo es real. Con un amigo imaginario tal vez al fin pueda entender las reglas de este mundo, tomarle medida.
     En estas tempranas edades los padres eligen los amigos de sus hijos. Más o menos. Pero con el amigo imaginario no hay tu tía, y eso es lo bueno. Es el Huckleberry Finn que se cuela en nuestra vida de orden burgués para trastocarlo todo. A mí me pasa igual, pero al revés: elijo mis amistades, pero estas cada vez me dicen menos, son más insípidas, y el hallazgo de una amistad imaginaria, fuera de todo contexto, sin puntos que aclarar, sólo con la verdad de lo que nos mueve y hace latir como tema para hablar y jugar, me vuelven un Sawyer cuarentón, algo sórdido y patético, pero también por ello, algo vivo, algo real al fin. Porque es muy real, más real, la vida con un amigo imaginario. Por eso los niños los tienen, para suplir la falta de brillo y dicha que habita las horas grises en que todo quiere silenciarlos, sacudirlos de su trance de felicidad eterna. Los niños son puros, totales, no hay más que tocarles la piel y luego comparar con la nuestra para saberlo. Y yo, que ya no soy un niño, hay que reconocerlo, sólo puedo aspirar a ser un Jim que huye, acompañado de Huck, en pos de una libertad perdida. Una balsa, el Missisipi, y el horizonte de los sueños rotos alejándose.

     Mientras mi hijo duerme yo hablo con su amigo imaginario, vamos intimando, me aniña el rostro. Y cuanto mi hijo está en el cole, le pongo a él los dibujos que normalmente están vetados, dijo tacos, y hablamos desnuda y francamente de la vida, sin velos ni corazas que traten de protegerlo del dolor, sin paños calientes para las aristas cortantes de la vida.
     Probablemente un día, por esas cosas raras de la vida - lo inefable del crecer para estar cada día más perdido entre la nada y la multitud - mi hijo entre en mi cuarto y me sorprenda jugando con su amigo imaginario. ¿Le tocaría entonces a él salir discretamente para dejarme a solas con su intermediario con el mundo? No, no me parece justo algo así. Tuve mi oportunidad, tuve una infancia. Sí, la tuve. Y fue buena, completa, llena de aventura, dolor, alegría y sufrimiento, descubrimiento y aborrecibles horas de imposición que parecían matarme el nervio vivo del alma.
     Ahora la soledad. No más amigos imaginarios.
     Le robamos a nuestros hijos el dolor, el sufrimiento,  hasta el aburrimiento. Somos incapaces de administrarle la pura realidad. Y tal vez esté bien hacerlo. Son niños. Tal vez sobre en la infancia, después de todo, el dolor, el sufrimiento, el zarandeo de nuestra inocencia por la fiera violenta que habita en los otros. Todo ese terror te inflama la imaginación, rumias de por vida palabras incomprensibles y preguntas sin respuesta. Tal vez por eso un padre se levanta en la noche a mear y sueña en la duermevela con robarle el amigo imaginario a su hijo. Igual él sí tiene respuestas para todo esto. La vida, digo.

      Las dos caras de la infancia y su final: No comprender el mundo y lo que este nos hace.

   
      Subvertir el mundo, desordenándolo todo:


jueves, 13 de octubre de 2011

CAMUS / SARTRE Y EL COMPROMISO DEL ARTISTA (apuntes a partir de una hermosa cita que me llevan a un culo espectacular y filosófico)

      "No es que la lucha haga de nosotros artistas,sino que el arte nos obliga a ser militantes. Por su función misma, el artistas es testigo de la libertad y es ésta una justificación que suele pagar cara. Por su función misma está metido en la espesura más inextricable de la Historia, allí donde se sofoca la propia carne del hombre."
ALBERT CAMUS

      ¿Es esta una visión reduccionista hoy? ¿Sigue el artista siendo, y sobre todo por su función genuina, testigo de la libertad? A veces hay que hacer un esquema del mundo para comprenderlo, para traicionarlo. Un primer esquema me dice: en la escritura se cifra la vida y el mundo del artista, pero este siempre guarda una relación (de confrontación, divergencia o tergiversación, de subversión o pura rebelión, de análisis...) con la realidad, con el mundo real, sea éste lo que sea. Una obviedad. Pero el artista ha de repetirse constantemente las obviedades que lo situan, orientan, amparan,en un mundo de búsqueda lleno de enigmas por resolver.


     Con estas palabras Camus sanciona su categoría de artista total frente a un Sartre obcecado,fiel a unas ideas, a un sistema y un compromiso que le hicieron olvidar lo básico, las obviedades, para defender algo que sabía que no iba bien. Hoy se nos antoja una obviedad, sí, el terror y el fracaso estalinista. Pero hasta hace poco, aún después de morir el dictador, algunos defendían la misma causa y el mismo compromiso que Sartre; perdidos en sistemas que los dejaron mudos y sonados cuando se dieron de bruces con la obviedad del terror, los gulags, y un fracaso estrepitoso como traca final. Stalin fue condenado por la historia, y ellos perdieron el norte de su condición de artistas, su testimonio de libertad y ahondamiento sin ataduras, su compromiso con la condición que los distinguía. Artistas castrados, que se comieron sus propios huevos flambeados bajo el furor del compromiso histórico mientras perdían fuelle día a día, cuando trataban de fornicar con la puta esquiva hecha de palabras y entregas en solitario. Entre las sábanas no sirven la adhesión ni la fidelidad a una idea, sólo vale ese latir propio, esa libertad que a veces roza al mundo, descascarillando su barniz satinado de póster para dejarnos ver lo pobre de su montaje, su peligroso andamio sin sujeciones ni red.
     
      Un apunte frívolo, en mi discurrir por escrito, al aire: la Beauvoir actúo como una amante criticona y falsa cuando tachó la actuación de Camus de pura envidia hacia Sartre. ¡Buenos argumentos para un cerebro tan privilegiado! Como castigo, y por puro placer, pongo su foto más vistosa, donde nos muestra su segundo sexo en todo su esplendor. No me cabe duda de que no hay mejor forma de disculparla/exonerarla y adorarla que este test para castrados o libres. Al menos entre heteros, claro. Porque estos no envidian el lado castrado de Sartre, como tampoco Camus lo hacía, sino el culo de su amante.

Adenda I: sobre la Beauvoir, su cuerpo, y también su equivocado compromiso y visión de la verdad, totalitaria a la postre, un muy buen post de Joaquín Leguina: http://www.joaquinleguina.es/un-centenario-gozoso
Ana Nuño hace una más amplia visión y recorrido personal, me ha parecido muy interesante. La Beauvoir da que hablar,  es curioso como su foto, al parecer medio robada - ella no le dio importancia - da tanto que hablar y guarda relación con su obra y tema. http://www.letraslibres.com/revista/entrevista/simone-de-beauvoir#comment-68487 

Y por último, un vídeo sobre el tema, en inglés:

lunes, 3 de octubre de 2011

La Red y yo (Matrix para un individuo)

     


  Estoy suspendido a una distancia desconocida del suelo, adherido a esta red, estoy atrapado. Esta tupida tela tiene alguna ponzoña en su adhesiva naturaleza, seguro. Porque a veces mis movimientos en ellas,mi contribución al poner a prueba su elasticidad y conectividad, me parecen algo ajeno a mi mente individual, superior, como si la magnificara a pesar de diluirla.  Tal vez toda conciencia desplegada en su acción no es más que una suerte de actos que apenas casualmente guardan relación con su emisor. Como si cada acto propio constituyera per se una traición a nuestra identidad.
     Es como un crisol indescifrable, poliédrico y vasto, donde todos podemos entrever nuestro rostro, pero también mil variantes de éste, me digo. Y así lo creo. Y en realidad es un engaño porque se trata de algo distinto. Es como ver nuestra individualidad en fuga, la red retrata nuestras opiniones como un cuadro de Bacon un rostro humano. Podemos reconocer al modelo, pero intuimos que también se ha desvelado el fondo de su alma. 
     Se trata de un lugar donde vamos desplegando por escrito nuestro fenotipo, mayor y más humano que una mera sucesión de ácidos nucléicos.
     La red también funciona como un perfecto polígrafo, sólo necesita tiempo para acabar dándonos ese balance, entre la miseria y lo más excelso, de lo que somos. Lo perverso o sublime de este polígrafo es que sólo trabaja para nosotros, nos hace inspectores de nuestra mente y sus productos. 

     En cierta manera, la red es ése Lacan perfecto, que ha logrado esas sesiones impredecibles, ahora un minuto que es un orgasmo doloroso o celestial, ahora unas horas sudorosas perdido en vericuetos que no alcanzamos a comprender/aprehender. Podría serlo, si no fuera por esa capacidad para fagocitarnos hasta el infinito, de dejarnos suspendidos hasta la siguiente página, el siguiente post que escribiremos o el próximo vídeo. La red se aproxima al concepto de Matriz, por ello, pero una matriz perversa sin rubias platino que se giran a mirarnos, sin Kun Fu ni Señores Smith fácilmente identificables. 
      Aquí cada Smith tiene su propio rostro, y el oscuro de su traje está bien oculto por una piel limpia y saludable. Mientras la red no nos suelta y uno tiene la sensación de irse dividiendo, como si la mente se inundara entre el marasmo y la vertiginosa corriente de blogs, opiniones y posibilidades hasta quedar transformada en un archipiélago de sesos donde aquello que los une está aún por conocerse. 
     Esa voracidad que nos anula no está en la red, naturalmente, sino que forma parte de nosotros. Siempre en equilibro entre la afirmación del yo y la disolución completa, sabiendo, en definitiva, que la victoria es para ésta última. Intelectualmente, la red, por este motivo, es un experimento individual con la muerte. Basta mirar una intervención en un blog, página, red social. Nuestro comentario permanece ahí suspendido entre docenas de comentarios que yacen detenidos en el tiempo sine die
      La red nos muestra así otra versión de los viejos cementerios (ahora que la incineración manda) donde cada voz que fuimos, por muy pequeña e insignificante que sea, nos retrata como una lápida perdida entre un millar de lápidas. Y es un cementerio más fiel que el real, es la exaltación abstracta del mismo: el epitafio; donde hay que suponer que yace todo nuestro yo encerrado en algo más que un cuerpo corrupto y acabado. No fuimos uno, pero la muerte física trata de desmentirlo. Ahora la red amplía los horizontes y nos hace entender, arrostra el hecho, que somos miles. Uno, ningun y, cien mil. Y permanece inmortal nuestra pluralidad sin nombre en mil comentarios, banales, soeces o tal vez una frase que al fin nos desvela leída desde el lado de la nada.


jueves, 8 de septiembre de 2011

RICHARD FORD Y EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA

     Leer a Ford, leer este libro ("El día de la independencia", Anagrama), me reconcilia con el acto de entrega y abismo que hay cuando nos tiramos a por una novela. Es como estrenar algo, un acto perdido, cada vez más difícil de recuperar. A partir de cierta edad las novelas se vuelven más y más insípidas para algunos, y al parecer yo estoy entre ellos, tengo esa edad que no es un número, sino un estado. ¿Son ellas o soy yo?, es la pregunta inevitable. Son ambas cosas. Ford, en este libro, parece escribir para cuarentones decadentes como es mi caso y por ello, puede hablarse de lecturas que se cogen a tiempo.
     La grandeza americana de lo cutre, mediocre. El sublime acto de la derrota humana, de las ambiciones. La constatación de que esta vida es real y es lo que es.


     Leo a Ford con miedo, con entrega, como si tomara un fármaco peligroso que me es irresistible pero del que sé que cuando esté enganchado a él nada será ya lo mismo. Es como si en Ford se cifraba mi madurez, mi rubicón, no habrá vuelta atrás. Leer a Ford me hace pensar que todos los novelistas, por muy grandes que hayan sido, son juveniles. Todos menos Ford y otros que yo no he conocido o a los que he leído muy poco.
      Comprendo que tras leer a Ford, ahora más que nunca, el Quijote será otro Quijote, y se alejará más en el tiempo mi relectura de Rayuela. Casi estoy a punto de llorar por Oliveira, la maga, Cortázar, casi estoy a punto de hacerlo por mí. Sólo que la fascinación de Bascombe, la dureza socarrona, la tristeza tibia, el cuchillo de cartílago blando de la vida que Ford me clava me hacen sonreír vagamente. Es demasiado tarde.