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jueves, 15 de diciembre de 2011

CONTAGIO: UNA ÉPICA DE BUENOS Y MALOS vs LA HUMANIDAD.

     Me había prometido no hablar de cine, nada de películas. Pero el otro día mi hermano me preguntó por Contagio, ¿oye qué tal esa?, y me puse a pensar en que había visto esa película medio dormido sin prestarle demasiada atención, en una de esas maratones de cuatro, cinco, seis películas, tan raras ahora que mi hijo es la red dura que da forma a mi tiempo.
     ...pero había algo en esa película.
     Anoche, tras una vomitona inesperada por ingesta de gel de mi hijo, con los nervios arrugados por el susto, me levanté a las cinco con el título de esta película en mente, y volví a verla.




     Contagio es una maravillosa película, una de esas joyas que reúne una serie de requisitos que rara vez se pueden encontrar juntos en una misma obra. Gran factura, un elenco de grandes actores (Winslet, Fishburne, Cotillard - impresionantemente hermosa y atractiva esta mujer -, Paltrow, Damon, Law...), una estructura narrativa alucinante, donde no existe practicamente un minuto de bajón. Como obra, ya te digo, es una gran obra. Y no recordaba a su director: Steven Soderbergh, pero al verlo la película se me antojo muy similar en algunos aspectos, tal vez esta más lograda por el tema en cuestión, a otra película suya de grandísimo nivel: Traffic.

     Pero no es por una crítica de cine que traigo esta película aquí, sino por su tema. El cine, principalmente a través del Western, y luego en las pelis policiacas y de mafias, a establecido mejor que ningún otro arte una estética/ética de buenos y malos. La Ética con mayúscula, es de la que hablamos, la ética de cómo conducirnos cada día. De eso trata Contagio, de eso trataba Traffic.
     
     Contagio lleva al cine, con un sorprendente resultado, el tema de La peste, de Camus: la insignificancia del hombre en un mundo que lo supera, su falta de control sobre los elementos más banales, más dañinos. Porque no hay mayor metáfora de todo esto que comprender, saber, sentir la existencia de un virus.
 
      Advierto que hablaré del contenido de la película, para aquellos que no desean conocerlo antes de verla.
     Y a través de una historia que ya se ha ensayado varias veces en el cine (Estallido, La amenaza de Andrómeda, que yo recuerde ahora), Soderbergh no sólo nos monta un estupendo Thriller donde el asesino es un virus nuevo y mortal, sino que establece en esta búsqueda una línea divisoria entre buenos y malos que nos hace reflexinar sobre el sentido de la humanidad, nuestra ética personal y qué es lo que nos define como personas. Por una lado: los desesperados del salvese el que pueda, políticos egocéntricos, un bloguero que encarna el cinismo, el egocentrismo y la personalidad de un manipulador de masas a la perfección (muy bien interpretado por Jude Law).
     Por otro lado están los buenos, que es adonde quería llegar: un famoso virólogo que se la juega para cultivar el virus, en aras de un ideal, una ética, hacer lo que uno tiene que hacer. El precio: su vida. Una epidemióloga que buscando el origen del virus acaba contagiada. Su primera reacción es aislar el hotel, prevenir, evitar el contagio. Detener el mal por encima del interés personal. En un gesto extremo, muere en una nave, cediéndole su manta a otro enfermo presa de temblores por la fiebre. Soderbergh fuerza la estética del héroe aquí, pero resulta creíble y facilita las cosas a un público algo perdido en la intensa trama.
Una representante de la OMS es raptada para obtener como rescate vacunas. Cuando descubre que esas vacunas que irán destinadas a niños de un pueblo son falsas no duda en dejar a su jefe allí sentado en el aeropuerto y marcharse en busca de esos niños con los que ha vivido, a los que ha enseñado. Su vacuna en la mano es seguro que no irá destinada a ella, pienso.
     En un gesto redondo, la hija del virólogo que obtuvo el cultivo consigue hallar una vacuna, y para evitar meses de pruebas y trámites, se la inyecta a sí misma y acude a una nave de aislamiento, visita a su padre. El padre, porque todo padre es egoísta con sus hijos, le reprocha esa acción, que esté ahí frente a él contagiándose para probar sin saber con seguridad. La respuesta es inmensa: esto es lo que tú me enseñaste, esté es mi código, tú código de vida: estás aquí por cultivar el virus a costa de tu vida. ¿Qué querías que hiciera yo? Grande.
     Me ha emocionado tanto esta película que no he podido evitar rescatar estas historias. Lo que quería definir es difícil por cierto tufo a moralina que nos hace abstenernos de hacerlo. Pero hoy prescindiré de ese pudor. Me gusta Celine, me atrae como una sima su mal, su odio, su negrura. Pero creo que lo que mejor define la esencia del ser humano, o más precisamente, no del ser humano, sino de la humanidad - que no es lo mismo - es ese darlo todo por un ideal mayor que nosotros mismos. Una ética y una actitud existencialista: pórtate como quisieras que se portara el mundo. Celine está bien, porque escribió y es por eso por lo que lo conocemos, más allá de si fue un malvado de facto o no. Debemos saber del mal, pero no hay por qué recrearse en él en exceso. La humanidad, mientras nos revolcamos en esas excrecencias, está esperando.
Las uvas de la ira posee una escena final de increíble humanidad
     En un apasionado post en torno a mi dilecto Stanislaw Lem, David Torres  esboza una estética mas que una ética de la violencia como verdadero sabor de la vida. De toda su paráfrasis del libro de Lem fue ese punto minúsculo el que me molestó, como afirmación, por lo que hay de cierto, por lo que comparto de ella. Pero comprendo ahora, tras esta película, que lo que define mejor y más claramente a la humanidad, los de Atapuerca ya lo dicen a voz en grito, no es la violencia, ni la crueldad, ni las guerras. Todo esto mejor o peor organizado según las capacidades del animal es algo común en la naturaleza. Lo que define a la humanidad más distintivamente es su capacidad de cooperar, de darlo todo por un ideal mayor y salirse de uno, luchar por algo, sí, y que ese algo sea una obra propia, tal vez minúscula, a veces mejor cuanto más minúscula y más establezcamos una ética en torno a ese gesto. Y llevar esa lucha adelante con entrega, sin imposiciones ni violencias, sino a través del arma de la actitud propia, del ejemplo (por muy cristiano que suene esto es un valor que defiendo por benevolente frente a otros ideales más impositivos y peligrosos). Haz lo tuyo y hazlo bien, sin mirar al lado ni al mal ajeno. Lo que define a la humanidad no es lo que la separa, en sus luchas intestinas, sino lo que la une y funde. Es el gesto final de Las uvas de la ira, es la frase tonta de Starman: lo sorprendente de los humanos es que sale lo mejor de vosotros cuando peor están las cosas.






lunes, 12 de diciembre de 2011

Razón y revelación: Ovidio para un nuevo romance de la civilización

     La historia intelectual del mundo, dice mi curso de The Teaching company, se mueve entre dos polos: la tradición judeo-cristiana - y la previa religiosa - de la revelación, y lo que inauguraron, y siempre se lo agradeceremos por ello, los griegos: la razón. Razon vs Revelación.

     Tengo un amigo que esgrime que la razón de todos los males que diseñaron el siglo XX como un tubo de ensayo amplificado del infierno, un lugar y un tiempo del que tal vez el propio Satán tomó notas perplejo y capitidisminuido, radica en el romanticismo. La desvinculación de la razón en aras de ideas que no eran tales, entre ellas, la de nación, ideas que formaron un país inexistente por cierto: Alemania. Ese país sin historia que pretende ahora dictarla.

 
     Los inicios del siglo XX parecían un día de reyes, ahora que ando con la carta de mi hijo. y todo eran promesas sin sombra. La ciencia se hacía tecnología, y el hombre movía los hilos de la materia para su propio beneficio. espantaba los pájaros de la naturaleza indómita o eso parecía, tuteaba a la muerte. Porque la ciencia se hacía mayor de edad, empezaba a producir. Claro que ya entonces hubo algunos desencantados, aguafiestas que como ese niño crecidito nos soplaban la verdad: no hay reyes magos, la razón no arreglará al hombre.

     Nietzche, su voz más alta y clara, rajó de lo lindo: lo apolíneo vs lo dionisíaco. Basta leerlo para entender que era una extrañísima amalgama de ambas cosas. Siempre he tenido un pálpito de que era el filósofo que más me conmovía. Con ideas y exabruptos confecciona una sesión de sado oscura y poderosa combinada con caricias de razón contundente y reparadora. No es como Celine, puro infierno, aunténtica crema exfoliante del alma. Nietzche es pelea y estrella danzarina en juego, y en él nos va la vida.


     Los clásicos se han definido mil veces, y aún nos hacen falta otras mil, para no olvidarlos, si no están ya olvidados, claro. Porque todo este ditirambo esencial en la historia del pensamiento entre razón y revelación, Freud y Nietzche (entre otros) frente a Descartes y otros racionalistas , toda esta falta de comprensión de una realidad compleja que los orientales ya resumieron uniéndolas - que es lo que nos faltó - en su ying y yang, ya fue esbozada con mayor ambición, dándole una dialética de hecho, en una frase atrevida y contundente de Ovidio que me interesa mucho como artista:


                                                 "Lo que ahora es razón, antes fue impulso"

      Leía hace poco sobre las relaciones de la ciencia con el arte, cómo los científicos han buscado en el arte verdades que trataban de demostrar bajo un convencimiento puramente intuitivo, luego revelado. También el arte y Dalí es un ejemplo, ha bebido de la ciencia para plasmar límites y paradojas, para expresar con su estética ideas que en su enunciado escapan a toda razón, siendo sin embargo razonablemente deducidas de lo que la experiencia demuestra, como es el caso del mundo cuántico y su cachondeo para con nuestra limitada percepción.

          Ese es el filo de la navaja del existir, intelectualmente hablando al menos: razón/revelación.

     La razón moderna, a mi entender, nace fragmentada. Descartes inauguró la razón, sí, pero con minúsculas, la única que existe, y la duda con mayúsculas (sobre todo en su banal demostración de la existencia de Dios por reducción al absurdo). La imagen más representativa de la modernidad y el racionalismo renacentista no es sino el reverso de la razón, desde una lectura postmoderna, claro. Un profesor mío, Marín Casanova, decía que en esto ya se anticipó Velázquez, cuando en la rendición de Breda, entre gestos civilizados de vencedores y derrotados, entre todo el entramado de caras homenajeadas e historias sempiternas de batallas y conquistas en pos de una gloria y un imperio que nunca perdura, el verdadero protagonista de todo aquello no es otro que el culo de un caballo, la ironía, la sorna de sus cuartos traseros ocupando con mayúsculas el espacio estético de un cuadro que es escamoteado a la historia.
El culo del caballo incluso tapa al grupo de vencedores, como riéndose de estas épicas batallas.
     El papel de la razón en la historia no está claro cuál es, forma o fondo. En una vidriera - donde el plomo es la forma y el cristal el color y la textura - no está claro que sería: a veces es forma, otras muta y no es sino el color, la tonalidad del desastre; intercambia su rol con los abismos de los que formamos parte. Tal vez parezca, para los racionalistas, el plomo que da forma y estructura; es posible, pero llegó la primera gran guerra, y aún una segunda, y un mundo mercantilizado donde no estamos seguro de encontrar lo mejor del hombre, seamos franco. Claro, ya lo dije, el plomo del siglo veinte confundió de nuevo y para siempre, a fuego lento, a la razón, dejándola perdida, insularizada, en sus laberintos dialécticos, dispersa como los discursos postmodernos. Va siendo hora de amalgamarla, dejarnos de nocillas y otras formas pueriles de juegos de la razón y el arte para reencontrarnos con Ovidio. Un concepto mucho más elevado y ambicioso del arte de amar, la verdad sea dicha.
      De este intento de amalgama ya sabemos algo, no sé si mucho o poco, pero se ha experimentado con él. Casi siempre por separado: surrealistas, dadaístas...se abocaron a la falta de razón, al puro impulso de lo oscuro. Así hubo muchos. Nadie ha escrito de la irracionalidad razonadamente mejor que Freud, aunque él lo llamó inconsciente, y lo redujo al hombre. Los postmodernos, y otros coletazos, inauguraron, o no, el juego de una razón sometida a los desvaríos de sus fugas y variantes, como si se tratara de compositores metidos a filósofos. Fue entonces cuando la filosofía se hizo surrealista, una deriva que no hay que menospreciar, por cierto. Ahora nuevos tintes de un neoracionalismo casposo y endeble asoman, queriendo barrer de polvo y paja el parqué de sueños y monstruos, espantar las ilusiones románticas y empezar con los bailes de razón Cartesianos dudando de todo menos de la mopa que los ampara: la razón. No es la vía. Tal vez Nietzche, una vez más Nietzche, y la frase de Ovidio, nos indiquen que hay que imbricar, alternar, experimentar con un nuevo humanismo en el que esas dos realidades - razón y sinrazón - son parte de la cultura y la realidad humanas, y ninguna ha podido desbancar a la otra, aún cuando la razón se lleve en lo fundamental y más importante para todos la peor parte. Nada nuevo bajo el sol. La nueva filosofía postwittgensteniana lleva siglos tratando de tú estos temas, y escribió con mayúsculas sobre ello en su mejor género: hablo de la literatura, claro, y de su máxima expresión: la novela. No hay género ni disciplina capaz de recoger todas estas contradicciones, todos estos opuestos que compendian al ser humano como lo hace eso que llamamos novela.

sábado, 10 de diciembre de 2011

EL AGUJERO NEGRO DE LA ESCRITURA (LOCURA Y HACHA KAFKIANA)

      De Kafka es una de mis citas favoritas, recurrentes: "Un escritor que no escribe es un monstruo que invita a la locura". Pero al igual que hicieron sus traductores con sus textos - según Kundera - me atrevo a enmendarle la plana, corregirle sútilmente la sentencia: Es el escritor que no escribe el que desciende peldaño a peldaño el camino de la locura, del propio infierno. Ignoro si Kafka sabía ya eso - seguramente sí - y dio un paso más: esos escritores a lo Bartleby nos llevan de la mano de una manera profunda y subyugadora, nos arrastran con una fuerza que no han sabido depositar en texto alguno.
     En todo caso, no sé, y esta vez me inclino por el no, si Kafka al pensar en todo esto coincidía conmigo en lo que a locuras se refiere. Últimamente las mías son abdicar en el mal gusto, la melancolía, y una especie de paroxismo de la quietud a la espera de caerme dentro de la próxima novela que quiero escribir. Así, ahora, madrugada del viernes al sábado, oyendo "Take my breath away" (sí, es lamentable, ¿y qué?) sólo siento ese vórtice doloroso de mis cuarenta años. No me pesa lo no vivido, o las equivocaciones, ni patatín, ni patatán. Es sólo que la vida es muy corta, coño. Yo, por ejemplo, ya he dado la vuelta a la esquina, veo mucha gente de espalda que antes veía de frente, o al revés, que también vale así la metáfora.
     En fin, como locura, es bastante normalita. Las he tenido peores, mucho peores, cuando escribía y leía sin parar y habitaba en una zona oscura de la que ahora sólo me llegan débiles señales.
     Pasa el tiempo, leo, pienso (poco), avanzo dejando un rastro, una estela de vahos, sudores, algo de sangre y alegría, mucho de rabía, de apretar los dientes. La novela no me llega. 

     La escritura tiene alguna similitud, ahora que lo pienso, con algo que me apasionó hasta la locura - esta una vez más, siempre acechando - en mi adolescencia y juventud: la astronomía, el universo, las estrellas, más concretamente. Porque yo de joven no quería saber nada de la literatura seria y sólo iba de la divulgación científica a relatos a menudo mal redactados en los que Clarke, Asimov - mi adorado Asimov, tenía su libro del universo tan manoseado que se te ponían las manos aceitosas al tocarlo -, Lem y otros desgranaban un mundo que ni era ni será este. Un escritor, en ese escenario del espacio, se halla de viaje en el vacío interestelar, perdido en una supuesta materia oscura de la que poco sabe. Aquí y allí divisa galaxias, Quásares, su cabeza hierve de vez en cuando y una estrella le nace entre las sienes. 
     
     Las estrellas tienen toda una jerarquía, no vayan a pensar, tal vez no lo sepan. Así las ideas que alumbra un escritor no cuajan casi nunca en una novela, se quedan sólo en el terreno de lo posible, de la ocurrencia, a menudo. Enanas marrón, soles amarilos, gigantes rojas de poca densidad y calor... Tarde o temprano - confiémos en que sea así, una de estas centrales de fusión nuclear acaba por colapsar y todo cae sobre ella. La vida del escritor entonces converge por completo hacia esa idea. Cada detalle puede servir, y a menudo sirve. Todo lo demás es como un sueño, algo que apenas te roza: ha aparecido el agujero negro, llega la novela, tienes que escribir. Mientras estás en él sabes poco del exterior, su fuerza te mantiene dentro, es una singularidad, aquí nada vale, aquí vale todo, no hay más. Si por algún sortilegio que la física no explica ni admite, escapas, el agujero negro se pierde. Sabes que está ahí, puedes colegir su presencia por el hueco, la atracción se lo tragó todo a su alrededor, pero no puedes acceder otra vez al interior. Esa es la volatilidad de la escritura, ese agujero es el que espero mientras oigo canciones de mierda y remastico la brevedad de la vida, sin amargura ni drama, un viernes de madrugada.

     Una novela, sí, escribir una novela. Kafka también dijo, por cierto - y acabo -: un libro ha de ser un hacha para el mar helado que alberga nuestras cabezas. A mí me cuesta últimamente que me abran la cabeza así, no sé si es cosa mía - los años tal vez espesan el hielo para proteger nuestro caletre - o es que sólo me llegan libros sin afilar. Tal vez es cuestión de suerte, de acierto, o de momento vital. Cuando casi sólo leía ciencia ficción me cayó en las manos un libro desconocido escrito por un desconocido - para mi -: Lolita. Su comienzo me resultó tan impactante que sentí algo kafkiano, como si un líquido frío hasta doler se derramara por mis sienes helándome el pecho y la espalda. Lo leí dos veces seguida, tratando de entender aquella escritura tan diferente a lo que yo conocía, difícil, sí, pero con una belleza y un poder sobre mí que nunca había conocido. Aquel libro me puso en órbita. Aunque entonces aún no buscaba agujeros negros, como ahora, sólo quería luz y el placentero dolor de sentir el mar helado de la prisión en que andaba derramándose una vez más frío por mi cuerpo, bajo el golpe del lomo de otro libro.