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martes, 31 de enero de 2012

LA VIDA NO ES NINGUNA NOVELA

        Mil proyectos que convergen en el vacío. 
     Tengo un diario, con su fecha, pongo hasta la hora, y pensamientos que he de creer que pertenecen a la misma persona: a mí. Luego están los relatos, que he dividido en acabados e inconclusos. Estos últimos, mucho más numerosos, algunos, siniestramente olvidados, imposibles de recuperar, de resucitar aquel pálpito de que capturaba algo si conseguía expresarlo.  Se fue el tiempo. No lo expresé, no supe, no quise, no llegué; y ahora, se extinguió el pálpito, la llama primigenia. La inspiración también es eso: que ves algo. Con ella, no haces nada de nada, no sé de qué sirve que te ilumine de esa manera, que te abisme tanto en algo que luego perece. Y lo hace muy rápido, tal y como si nunca hubiera existido.

     De mis escritos varios, lo que más me asusta es abrir un archivo y leerlo sin reconocerme en absoluto, leerlo convencido de que no es mío. He de decir que según pasa el tiempo esto me ocurre más y más a menudo. Claro que tampoco me reconozco apenas en el espejo, ni en la vida que llevo, a veces incluso ni en las cosas que pienso: ¿quién soy yo realmente?


     Tengo proyectos de novelas para aburrir, ninguna acabada por supuesto. El año pasado conseguí escribir más de ciento treinta páginas de una que como suele pasar se gestaba como un cáncer. Yo la seguía, dejándome llevar en una suerte de working progress, ajeno a si escribía pura mierda o algo realmente divertido y lleno de sentido. Era feliz, un mal signo para la obra en cuestión según parece. Me divertía. Una muestra más de la inconsistencia de esta vida es esa: hacer una novela bien trabada, lógica y que llegue bien implica aburrirse, atarearse, afanarse. Porque si escribes en directo, sin intermediarios ni censuras, luego no reconoces gran cosa en el texto. Y eso tú mismo, no digamos el lector.


     Mil frases apuntadas en todo tipo de material perdieron su sentido primero, olvidadas en el tiempo y la memoria, y luego perdieron su existencia, arrojadas a algún contenedor de reciclaje cuando el ordenador acabó por suplir definitivamente todo ese reguero de papelitos que rodeaban a un escritor. Ya no hay papeles, ni agendas, no quedan cuadernos ni post it sobre los folios añadiendo algo al texto. El nuevo formato virtual confunde aún más todo este desorden.


     Una obra así sería impublicable y sin embargo, es el mejor reflejo de eso que constituye la existencia. Porque, qué somos realmente, qué unidad nos contiene, qué indentidad. A veces tengo la sensación de que no hay nada detrás que nos identifique, que cada idea, cada día, somos alguien nuevo, y nuestra coherencia, nuestra memoria y el pasado, no son más que un lastre con el que cargamos pesadamente sin saber demasiado bien qué hacer con él. Como en la obra de Joyce, sobre todo Ulises, sobre todo Finnegans, no hay un director de orquesta que coordine este murmullo de los días. Cada uno va por libre.


     Obedecemos a un prejuicio, la literatura es un daño para la vida, una patraña, porque le da un sentido narrativo a aquello que no lo tiene. Ergo, sin la literatura estamos solos, no sabemos quién somos, no tenemos pasado, no somos nadie, no somos nada. Y esa es la pura verdad.


    Antes la vida de lector era más intensa, más cierta, y daba un color nítido a la existencia, que era breve, un chispazo de sol y alegría entre la ceguera de cientos y cientos de páginas de consistente relato lineal. Pero internet ha acabado con ello. Ahora estamos en la nube, y mil fragmentos nos salpican el cerebro, ya no sabemos bien quién dijo esto o aquello, y menos aún por qué lo dijo, cuándo, a cuento de qué. No sabemos si viene o va, ni por qué leímos eso siquiera. Yo  no lo sé. El esqueleto de quitina, duro y cierto, del relato de un libro, se nos antoja ahora demasiada realidad para poder digerirla. Tal vez la web es la muerte de la novela, de la literatura, quiero decir. Ya sólo nos queda el gafapastismo, la pirueta verbal y ese golpe de muñeca que nos quedó, el antebrazo moreno por las horas interminables bajo el flexo. El escritor se ha quedado solo y mudo ante la verdad. La verdad, sí, no es esa voz templada del diecinueve cargada de fe y optimismo. La verdad es confusión, caos - aunque éste no es más que otra forma de orden, ¿no? -. La verdad es cuántica, al parecer, y no hay dios que la entienda.


     La versión popular de la obra de Joyce es un foro soez en cualquier lugar de la web, allí donde mil voces intervienen a veces en un diálogo de besugos, otras tratando de contestar la pregunta de alguien cuatro comentarios más arribas, aclarando las dudas de otro más abajo sin saberlo, todo interconectado, plano, simple, efectivo. Duro, pero irreal. No sabemos qué hacer con ello, es vacuo, pero nos atrae. La verdad es Facebook, un laberinto de muros interconectados, un mar de voces, millones mensajes, un exiguo recuadro para nuestro rostro, poco espacio para la intimidad, ninguno para el silencio, tan necesario para comprender. No hay nada que entender, y el hombre virtual lo asume, lo vive, es fiel a esa esquizofrenia que descuartiza la cultura de veinte siglos.


     Todo está cambiando, y hay que temer que para peor.
     Todo está lleno de posibilidades, pero somos como niños, y cualquiera que haya sido padre sabe que a los niños no hay que darles opciones, porque se pierden.

     ¿Es esto un lamento nostálgico?
     ¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?
      No. No hay nostalgia, sino constatación brutal del presente, sic.
     Esta es una extraña decadencia, una decadencia mixta, una decadencia que no lo es, pero que es peor y profunda también.
    

3 comentarios:

  1. Reflejas muy bien ese extraño mundo de los escritores. Tal vez lo que explicas sobre la falta de identidad sea algo propio de ellos, siempre analizando y mirando todo con extrañeza. ¿No te parece? Aunque reconozco que es algo que me ha pasado a veces. Forma parte, supongo, de ese misterio sin solución que es la vida.

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  2. En mi modesta opinión, existe tambien un deseo de comprimir la vida en millones de historias, contadas y que quedan por contar... Quizás el escritor no acepta una vida sola, de ahi que se ahoga permanentemente en la necesidad de vivir/contar/leer infinitas...

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  3. Es cierto que el escritor no acepta una vida sola...esa es su perdición. Sobre todo si confundi literatura y vida, algo que ocurre a veces.

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