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martes, 1 de mayo de 2012

LA ESCRITURA ES UN ACTO DE CONFIRMACIÓN DE LA EXISTENCIA, PERO CONSUME A LA MISMA

Rafael Reig se levanta todos los días a las cinco para trabajar: escribir, leer, tomar notas, corregir.

     No es el único, no.
  
     En la casa de Tánger de Paul Bowles había fiestas hasta altas horas de la madrugada. Charlas, discusiones, alcohol y muchas pipas de agua cargadas de marrón glacé (leáse cannabis). Pero al amanecer todos se levantaban de las alfombras y los colchones tirados en el suelo, las habitaciones se impregnaban de un denso olor a té, café y tabaco, y al poco vibraban las paredes con la metralla de las máquinas de escribir, los lápices escupían sus virutas afilados en el suelo, y la literatura se abría paso.
 

     La familia de los Lowry aunaba una forma de protestantismo cruel, y desde que eran tiernos adolescentes aquellos calvinistas bebían hasta morir ateridos contra las losas desiguales del suelo del salón. Contaba Malcom que los hermanos recorrían empecinados decenas de kilómetros en sus via crucis de tabernas, y que en cada una caían litros de cerveza, botellas de un wisky denso como un ámbar mercurizado, un plasma extraño que se fusiona con el alma dicen.Pero después de la misa a la que el padre los tenía acostumbrados a todos - a fuerza de restallidos de correa de cuero denso y rugoso - todos se dispersaban y Lowry en silencio pergeñaba borrones confuso con los que no sabía que hacer ni qué significaban, soñaba con barcos, ser marinero, escapar. Y luego trazaba mapas verbales para descifrar estados de ánimos que se desglosaban con el paisaje y la geografía. A Lowry la verbalidad se le escapaba, derramándose más allá de sus fronteras lógicas, impregnándolo todo.

     Yo me creía que una novela se escribía con los ánimos de una noche, dos cervezas, una charla chisposa y la alegría de cuatro frases. Pero se escribe enrabietado con la vida, haciendo un ajuste de cuentas en el que siempre acabas perdiendo, y contando tu historia y también la historia de esa derrota al hacerlo. Se escribía con los huevos prietos, encogidos, las manos sudadas, cierta fiebre y pérdida de la noción del tiempo tras horas tratando de llegar a algo que ya no recuerdas muy bien lo que era. Una novela es un abismo, una sima enorme. Para escribirla, hay que descender, y eso implica un largo camino, tesón, empeño y denuedo. Si empiezas una novela nunca la terminas, tan sólo interrumpes la historia en un punto, para no dejarte la vida en ello. Una novela es peor que una amante, te absorberá hasta el tuétano y te pedirá más, y tras tus mejores armas exhibidas con gran esfuerzo te dirá siempre que eres un pésimo amante, que eres ridículo, que no vales.

     Pero seguirás intentándolo, volverás a caer, como en el amor, porque hace ya tiempo que la vida se fundió con las palabras y no puedes renunciar a esa expresión de lo que te mueve o inquieta, a ese preguntarse sin saber para tratar futilmente de contestarte y perderte en una historia que te dirá cosas de tí que no sabías. Esto, es literatura total, no caben medias tintas.

EL MUNDO COMO VOLUNTAD DE SUPERVIVENCIA

   
      Cuando se está en límite existencial de las cosas, allí donde todas las ideas parecen torcerse - tanto como el espacio tiempo - hasta encontrarse, y son una y lo mismo con su contrario; miras a la vida y sabes que nada tiene en el fondo demasiado sentido.  Entonces es cuando estás cerca de comprender esa tragicomedia del teatro de la existencia que los griegos definieron como un mundo de dioses caprichosos que parecían jugar una partida de ajedrez sin reglas con un grupo de marineros de piel seca y un principio de luz en la frente, un hallazgo que aún se debate en la civilización humana por brillar veintitantos siglos después: la razón.

     En el límite no es exactamente en la sima, sino todo lo contrario.
     En el límite comprendes que hay un paso que puede ser definitivo, y con él cambiarán todas las cosas de alguna forma. Te niegas a ver lo irremediable de esa decisión, porque nos define en lo profundo el miedo al cambio. Al menos al cambio en lo que de verdad nos importa, lo que nos ancla en la vidad o todo lo contrario: aquello que es lo que únicamente nos mueve de verdad.
Somos esos marineros perdidos en el tiempo, perdidos en espacios propios que creemos que conectan con algo. Y cuando lo hacemos, cuando realmente conectamos, es tan excepcional que nos confundimos con esos dioses e incluso creemos superarlos, en nuestra consciencia de ser finitos y limitados, pero llenos de esperanza, afán, empeño. Es la eterna historia de la humanidad, es el viejo y el mar.

     La mayor abdicación que conozco de eso que nos caracteriza es Bartleby, el escribiente. Todos, en algún momento, más a menudo cuando nos pisa la planta descarnada, dura y filosa de los tiempos duros, preferiríamos no hacerlo. Pero uno se levanta entre los restos de la última batalla y con más o menos valentía, planta cara una vez más al porvenir.