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jueves, 17 de enero de 2013

LAS ISLAS DIÓMEDES


     Las islas Diómedes son rocosas, de dimensiones reducidas, y se encuentran en el centro del estrecho de Bering. Dos pequeños islotes separados por muy poca distancia.Una de ellas está deshabitada, pertenece a Rusia, forma parte de Asia. La otra es americana, y tiene una población muy pequeña. A un kilómetro y medio de cada una, la frontera internacional las divide. Pero hay algo más que las separa: la línea internacional de cambio de fecha. Como resultado de esto cada isla se encuentra en un día diferente a pesar de estar calentadas por el mismo sol y en el mismo momento. Habitan en tiempos distintos. Cuando el frío llega a su máximo, y todo se hiela, es posible caminar desde una isla a otra. Es un paseo que no lleva más de una hora, pero en él pasas de un día a otro.
 
     Estas islas me producen nostalgia, tristeza, también cierta sonrisa, cierta comprensión de que los mismos esquemas se repiten como fractales, copiándose en la geografía, en la vida, en las personas y en nuestras relaciones con ellas.
 
     La dureza de sus rocas me resulta veraz, me infunde confianza, me ampara. Así son las cosas, y no pasa nada, o pasa, y es lo mismo. Eso parecen decir allí, empañadas por el aire helado de la primavera, cubiertas de nieve, una al lado de la otra.
 
     Las islas Diómedes son un singular punto geográfico al que todos acabamos por llegar algún día. Seguramente todos tenemos a nuestra isla diómedes, ese otro lado que fue importante y de pronto una línea dividió para siempre. Todo nos separó y, finalmente, acabamos viviendo en días distintos, realidades diferentes, universos paralelos. Y es posible que en muchos casos una de esas islas quedara deshabitada y la otra no.
     Las islas están ahí, y me sugieren y evocan metáforas, a pesar de que son ajenas a ellas en la realidad.
     En ciertos momentos de frío y oscuridad es posible cruzar a pie de una de las islas a otra, pero nadie va hacerlo, porque en una de ellas ya no hay nadie, ya se marchó, o tal vez nunca estuvo. Sólo quedan esos dos cuerpos rocosos, esas dos cicatrices de relieve cortante sobre la manteca blanca y dura del hielo. Nada más.

viernes, 4 de enero de 2013

Moby Dick me persigue

     Esto es muy personal, pero esta historia es demasiado grande para callármela, para quedármela para mí solo, por eso la comparto. Hace varias semanas mi madre ingresó de urgencias con una anemia perniciosa. Al pincharla para los análisis o el gotero su sangre brotaba como agua vagamente salpicada por tempera roja de mala calidad. Varios cañonazos de vitamina B12, transfusiones y descanso fueron dándole lustro a ese plasma aguado e insustancial. El caso es que esos días para cuidarla nos organizamos los hermanos y mi padre, divorciado de ella hace más de treinta años, nos cubrió el almuerzo preparando ingentes cantidades de comida que íbamos devorando por turnos. Por allí pasamos todos, incluído mi hijo de cuatro años que aprendió a apreciar los flanes "caseros" de sobre que su abuelo prepara no por su nieto, sino para ahorrar (15 céntimos el flan). En esos días aprecié la soledad en que vivía mi padre, como buen ermitaño se había acostumbrado a ella, o tal vez le venía de su pasado de marino embarcado largos meses en alta mar y de su carácter de misántropo. Toda su compañía era un perro viejo, de pelo largo, que andaba enfermo ya todo el día sobre un cojín viejo de sofá. Él le hervía la carne para que pudiera masticarla, lo cuidaba con mimo, sin palabras eso sí. También vi que se sentía a gusto con nuestra compañía por un rato, aunque si se alargaba acababa por exasperarle.

     Mi madre se recuperó, le dieron el alta y cada mochuelo volvió a su olivo. Compré los sobres de flan que ahora preparo "caseramente" para que mi hijo los devore. Como suele ocurrir, no me salen como al abuelo (el secreto es un buen chorro de pastillas de sacarina, para ahorrar, claro está, azúcar, y que endulzan más). La rutina de los días se extendió de nuevo tras los extenuantes turnos en el hospital y a veces imaginaba a mi padre siguiendo sus partidos de fútbol con aquel perro de nudos como rastas tiesas sobre el cojín. Mi hermano sin embargo vino a interrumpir estos pensamientos para contarme que mi padre lo llamó el otro día. Su perro había muerto. Era algo esperado, tenía cáncer. Pero no fue necesaria la inyección, murió solo en su cojín mientras mi padre estaba en la calle y allí lo encontró. Llamó a mi hermano para pedirle que lo ayudara con su coche a llevarlo a algún sitio y enterrarlo. Mi hermano acudió desde su chalet en el campo con una pala, cogió al perro envuelto en una manta vieja - la que había sobre el cojín - y tras meterlo en el maletero salió con mi padre a la carretera. Al pie de una duna en la playa, camino de San Fernando, abrieron un boquete y echaron al perro. Mientras mi hermano tapaba el boquete dice que mi padre subió la duna y se quedo un rato mirando el mar. ¿Tal vez lloraba?, ¿tal vez encontraba en el océano un lugar donde diluir su soledad y continuar viviendo?

En barcos así trabajaba mi padre en África.
     Me afectó esta noticia, y tras varios días me decidí a visitar a mi padre y tomar un café con él. Es algo digno de resaltar, puesto que no lo he hecho nunca. Nunca, salvo que ocurra algo como lo de mi madre, visito a mi padre y me tomo un café con él. Vive cerca, pero así es nuestra relación. Ambos estábamos sorprendidos y algo incómodos pero nos pusimos a hablar y mientras él preparaba el café. Instintivamente le pregunté por su vida de marinero, por una maqueta de barco pesquero que tiene en el pasillo, por la dureza de ese trabajo (engrasador, maquinista, etc...). Hablamos y hablamos y recordé y le conté cuando visitábamos a mi abuelo, su padre, que ya jubilado vigilaba los barcos de noche. Yo era muy pequeño, pero mi abuelo me ponía una jarrita de metal llena de café negro y me daba pan para que lo mojara. Su truco era que saturaba de azúcar ese café oscuro y conseguía que yo me lo tomara para luego andar nervioso toda la noche. Mi padre se quedó pensando, no se acordaba bien de eso.

- De lo que sí me acuerdo es de cuando te metiste de polizón en uno de mis barcos de pesca, cojones. ¡No formaste ná!
    Y me contó como al parecer yo conseguí escaparme de casa, algo que he hecho varias veces en mi infancia y adolescencia, para llegar al muelle, buscar el barco de mi padre, colarme dentro  y esconderme debajo de una litera. Lo increíble de esto es que yo, que creo recordarlo todo, no lo recordaba, no al menos hasta que me lo contó.
- ¿Y qué pasó?
- Po' na' - dijo mi padre.- Tu madre apareció por el barco hecha un basilisco, tu hermano le había contado tu plan y empezamos a buscarte por el barco. Ella misma te encontró debajo de una cama y te sacó de allí a alpargatazos.
     Increíble. Sólo un vago recuerdo de aquello acudía a mi mente. Precisamente el compartir con mi hermano una ilusión.
- ¿Y cuál era mi plan?
- Las cosas tuyas, querías escaparte en el barco para cazar ballenas!!!
- ¿Para cazar ballenas?
- Eso, cazar ballenas, sí.
     Aquello era una locura, me llegué a preguntar si mi padre no estaría inventando aquella historia. Pero la invención no es algo propio de mi padre, para eso ya está mi madre.

     Mi padre estaba bien, apenas si comentamos lo del perro, no le va eso de la nostalgia, hablar de sentimientos menos aún. El perro ha muerto, era viejo, qué bien vivió, ahora otra vez solo. El Cádiz no tiene interés, una mierda de liga.

     A los pocos días leo un post, un artículo de David Torres en su blog. Hacía tiempo que no lo visitaba. En esta ocasión me dio un vuelco el corazón al leer su artículo. Iba sobre Moby Dick, y nada más empezarlo tuve conciencia de que guardaba relación con aquella historia que me contó mi padre. ¿Había leído yo Moby Dick? Sé que era un niño, siete, ocho años, no sé, me parece difícil. Tal vez leí una versión infantil, no lo recordaba. Pero creo que ese fue el detonante, el origen de mi deseo de cazar ballenas. El artículo era muy bueno, lleno de pasión y unas líneas maestras, sin juegos, desnudo ante un libro fantástico.
     Pero en toda esta historia faltaba una protagonista, mi madre. Así que fui a verla. Sentados tras comer y con un café en la mesa conseguí captar su difusa atención unos minutos y contarle la historia de mi padre. Mi madre, como me temía, no se acordaba de nada. Su excusa era que como yo había intentado escaparme varias veces no se acordaba de todas. Le dije lo de las ballenas, pero no le mencioné el libro, pensé que ni sabría de qué libro se trataba.
- Yo me acuerdo de recogerte una vez en el barco de tu padre, pero creo que fue él quien te llevó, medio borracho, y tuve que ir yo para que el barco pudiera salir.- Aparecía aquí una nueva versión de la historia.
     Total, ahí quedo la cosa. Lo único que quise mencionarle es que tal vez lo había leído en algún cuento. - Pues igual, siempre estabas fantaseando con todas las historias que leías, me traías loca.

     Tras esto pasaron los días y todo quedó ahí.

     Hoy, justo hoy 3 de enero, visito a mi madre otra vez y paso la tarde allí. Nos reímos de mi despiste, al servir cinco platos de puchero para cuatro personas, hablamos de nada y vemos una telenovela absurda. Al final de la tarde mi madre me dice:
- ¿Tú te acuerdas de los libros de aventura del círculo de lectores?- Mi madre era compulsiva comprando libros o comics, y yo la seguí en la compulsión leyéndolos, tal vez buscando su atención, creando esa relación nutricia con ella a falta de otra mejor.
- Claro que me acuerdo - yo esquilmé esa colección, robando sistemáticamente los títulos para llevármelos a casa de mis abuelos. Allí conocía a Karl May entre otros. Era en apariencia un escritor de segunda y muchos años después encontré a un escritor de culto que lo rescataba del olvido y reivindicaba su capacidad para apasionar, recreando algo que no conocía. Ese escritor de culto por cierto es Arno Schmidt, autor de Momentos de la vida de un fauno, un libro que me subyuda, magistral, y que utilicé para dar nombre a este blog.

- Pues todavía tengo algunos, muy pocos ya con las mudanzas - me dijo.
- ¿Ah sí? - le dije.
- Sí. Te voy a regalar uno todos los años, si no me muero antes.- Cosas de mi madre.
     Se levantó y apareció con un libro entre los dedos que soltó en la mesa. En aquella vieja edición del Círculo, vi la portada con la barca agitándose en el aire sacudida por aquel gigantesco y familiar cachalote blanco; era Moby Dick.
- ¡Joder, qué casualidad! - dije sorprendido - Creo que por este libro me quise escapar en el barco de mi padre, ¿te acuerdas de lo que te conté?
- ¡Anda ya! si tu eras muy chico...- contestó mi madre.
- A ver..., este libro se editó en...1975 (yo nací en el 69)
- Sí hombre, ahora te leíste el libro con siete años...- no parecía probable, no lo recuerdo. ¿Tal vez tenia un cuento o un comic? (yo leía cientos de comic que mi madre cambiaba en el mercadillo que había el domingo, entonces en la plaza la Merced)

Me quedé absorto mirando el libro y entonces empecé a darme cuenta de la serie de coincidencias que se habían producido. Me sentí algo confundido y alelado empecé a mirar las ilustraciones del libro. Luego llamé a mi madre y tratando de cerrar aquella confusión le pedí algo absurdo, algo que ella misma me dijo que nunca había hecho en su vida:
- ¿Me lo dedicas? - le dije ofreciéndole un pilot.
Mi madre se rió, como si yo estuviera loco, pero cogió el pilot azul y escribió con letra torpe y desvaída: "Para mi hijo con cariño de su madre y deseándole todo lo mejor en el 2013." Yo añadí la fecha del día: 3-1-2013.

     He escrito todo esto con el libro sobre mi mesa, mientras bebía una cerveza y trataba de ordenar mis pensamientos. Creo que es hora de releer Moby Dick. Incluso, ¿por qué no?, de leerlo en inglés ayudado por esta edición española, y ver si puedo embarcarme al fin en aquella aventura que quedó truncada en mi infancia.