Acabo de ver una película que me ha fascinado. En la
casa, efectivamente, es su título, y me ha sorprendido, divertido,
atraído enormemente. He sentido el aliento cortante de la aventura, el
adentramiento y al mismo tiempo la ligereza y la risa suave de la comedia de la
vida, he convivido con la locura de este film y he comprendido que es la misma
locura que alienta la vida. Sin ella, sin esta locura, la vida carece de
sentido. Esa locura, cómo no, se llama literatura.
François Ozon, con unos tintes a lo Chabrol a ratos pero sin caer nunca en
su tenebrismo ni en su sicopatía, nos rasga el velo de lo cotidiano con la
mirada de un sorprendente personaje detenida sobre una familia prototípica
francesa de clase media. Y es que tenía que ser francesa esta película, por su
análisis y repulsa, conjugadas al mismo tiempo con cierta subyugación hacia ese
segmento social que representa el ideal europeo y francés de la civilización.
La clase media nos representa y da sentido, es como el molde de nuestro existir
y nuestra concepción de cómo ha de ser la vida. Muchas cosas hay contenidas en
un concepto de algo de lo que puede dudarse de que exista incluso.
Pero la
película no es un análisis sociológico ni entraña una crítica desgarrada y
profunda como sí ocurre en Chabrol. Tampoco es un bullir
psicoanalítico de las fuerzas internas mermadas por la cultura y la
civilización. La película transcurre en un planear delicioso por el acontecer
de las cosas y sólo a ratos parece rozar esto y algunas posibilidades más. La
película es eso, un rosario de posibilidades, de lo posible, de la existencia. Tal vez por eso a veces la vida de esos personajes nos parece de papel, irreal fuera de la escritura, de su relato.
Esta es una historia no de la existencia, finalmente, sino de la narración de
la misma y de este hecho como el único que otorga sentido a la misma. Y es también, en consecuencia, un canto a ese poderoso hallazgo, una mirada a la mirada, en ese cruce entre alumno que mira una historia, una familia, y profesor que mira la historia y es absorbido por ella, y al mismo tiempo es cautivado por su narrador. Y es que todos, en esta historias, son cautivados en algún momento por el narrador, él tiene el poder.
La historia
nos presenta también a ese alumno que ningún profesor puede imaginar ni creer,
pero que cuando lo conozca se convertirá, con toda probabilidad, en su fantasía
más secreta e improbable, su mayor anhelo, tan deseada que ella por sí sola se
justificará a sí misma, tan agradable y zalamera que forma parte como una
vuelta más en este bullir de historias en espiral, de este canto a las
historias y el poder de narrar. Porque esta es la historia del alumno que es profesor, y maestro y desvelador de una realidad que domina al profesor. Y cuando éste lo coge de la mano para guiarlo, y entra en su historia, ya no sabemos quién lleva a quién.
Porque
de eso trata esta película, del poder de la literatura, de su fuerza, de su
capacidad para ensalzar no, para encarnar la vida como la propia vida parece no
hacer. La literatura es mirada y experiencia, no subraya, sino que crea y da
sentido a una serie de gestos y acontecimientos que muy a menudo están
desposeídos de toda historia por sí mismos.
La
literatura es un juego de Voyeurs. Y el profesor es un voyeur y un enamorado de
la mirada y trata de incluir la suya propia en la historia de Claude, sin poder
evitar caer una y otra vez en el hechizo de esas redacciones que le van
llegando a cuentagotas dándole el aire necesario para respirar lo justo hasta
la próxima entrega. La mirada de Claude es a veces fría, pero descubrimos poco
a poco en ella cómo se va contaminando y llenando de su propia historia y su
descubrir. Y cuanto la historia se acaba viene otra más, y otra.
Hay al
final varios finales posibles, y se nos ofrece el borrador de cada uno
brevemente, pero es el final infinito de la escritura, de lo posible y de la
germinación de una nueva historia lo que salva y aleja esta película de un
final a lo Chabrol (y era fácil caer en esa tentación, yo la temía a ratos).
Hay igualmente, no podía ser de otra forma, la perdición de sus protagonistas,
que ya han caído para siempre dentro de la narración, y esto les cambiará para
siempre.
La película
es metaliteraria y meta-artística también, y en ella vemos una burla a buena
parte del arte contemporáneo actual por su incapacidad para captar justamente lo que
la historia reclama como el mayor poder del arte, y más concretamente del arte
literario: la fascinación de la narración. Igualmente, hay una burla y una
constante puesta en solfa de la crítica literaria y de ciertos preceptos y
prejuicios que tratan de hacerse axiomas en un lugar donde los axiomas no
tienen lugar, no tienen sentido. Y así, el profesor es al mismo tiempo víctima
de esta narración extraordinaria e inesperada, y trata de ser verdugo y crítico
de la misma para acabar, de una u otra forma, formando parte del relato y
siendo devorado por el mismo.
Un reguero de títulos transitan,
todos ellos grandes obras (no he podido evitar reconocerme en alguno, como el estudiante Torless, especialmente), hasta que finalmente el profesor es golpeado por el
paroxismo de la historia y su mujer en la cabeza con un contundente tomo de “Viaje
al fin de la noche”. Y no creo que sea gratuito el título escogido, aunque a
modo de broma, porque hay pocas historias tan alejadas de ese terrible y grandísimo libro como ésta llena de
gracilidad, amabilidad y cierta tristeza socarrona (vaya oxímoron). Pero no es
gratuito, no, porque el fin de una historia se aproxima, y ahora que darle un
final que no es más que el comienzo de otra nueva historia.
En su
mirada cotidiana de algo aparentemente banal, y en un mundo banal y cada vez
más desposeído de palabras para narrarlo, el matrimonio compuesto por el
profesor y la galerista reciben el impacto de las redacciones de Claude y yo
recuerdo esa cita que siempre me puede de Kafka: “un libro ha de ser un hacha
para el mar helado que alberga nuestra cabeza”.
Al
final, profesor y alumnos están enfermos, infectados por la misma forma de
locura, esa desviación, ese extraño atajo larguísimo que nos sirve no sólo para
entender o inventar, sino principalmente para vivir la vida: la literatura. La
literatura es la “ventana indiscreta” (al ver el final lo entenderéis), el ojo
hipnótico que da espíritu a la existencia. Y al activar ese ojo participamos de
ella, entramos en contacto directo con ese invento de difícil definición y aún
peor posibilidad de captación al que llamamos realidad.
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