ENGLISH

miércoles, 19 de marzo de 2014

PATERNIDAD



Siento entre las costuras de mi piel, en ese nido de arrugas que voy tejiendo con los años, un fondo oscuro que se ha dulcificado, ha tomado el sabor del caramelo líquido. Mis sudores, antes agrios y airados, son el vaho del pan recién hecho cuando cruzamos una tahona por la mañana, amaneciendo, de regreso de la cama de nuestra amante a ese vórtice de manta, sábanas arrugadas y un hueco silueteado de vacío, pero también de presencia en él.



     Definitivamente, nada es lo mismo, y uno no puede cansarse de decirlo. Nunca la alegría había sido tan fuerte, hasta doler a veces, jamás había la luz impactado dentro de mí hasta estirarme desde dentro y sacudir el polvo de mi niñez perdida. Al final del dolor, la vida y sus azares, está el niño que fuimos; y sólo un juego de muñecas rusas acaba por despistarnos. Para devolvernos esa mirada nuestra cada uno busca sus encantamientos, y danzamos con la vida, desnudos, arropados, a herida abierta, con la mirada esquiva o desafiante. Cada cual con las armas que los años y el vivir le van dando, casi siempre muy pocas, siempre escasas.

     Yo no necesito buscar más. Un espíritu de luz, divino y mortificante, tira de mis hilos, mueve mis brazos, me hace asentir, saca de mis labios las sonrisas que nadie puede, las más sinceras. Un espíritu de carne menguada y ojos abiertos, desmesurados, rientes, hace aletear en mí la mirada más dulce, y también, por qué no decirlo, la más triste.

     La más triste puesto que nos han impuesto distancia y tiempo, a él y a mí, cuando ninguno la queríamos. Esto es la vida real, welcome to Paradise! Han estirado ese cordón de oro que nos une hasta el límite, o casi (suponiendo que tenga límites). Sin preguntar, sin dar opciones, sin más por qué. Todo mi odio, concentrado en una gota de ámbar, para quien propicia ese destino. No puede ser de otra manera. Espero que el ámbar se endurezca, se nuble, y borre y deje atrás, sin más. Porque para vivir hay que soltar, okey.

     Es igual, seguimos adelante, ensayando con el tiempo, comprendiendo que el mapa del universo se gestó en tres minutos, todo él, y que por tanto, por qué no vamos a encontrar en una tarde soleada risas, caricias, palabras y caminos para reconocernos siempre, mirándonos a los ojos. Estoy ahí, donde me dejen y pueda, estoy ahí y un poco más, cuando no estás y yo sigo, y me quedo, y estiro mi mirada y mi pensamiento. Cuando siento el corazón ardiendo como un tambor que se extingue en el anochecer de los tiempos. Estoy ahí.


     Mis miedos son comunes, y mis penas, y mis lloros. Soy como todos, y quiero lo que ellos. Me reconozco en todos esos padres que sufren la ausencia de sus hijos, impuesta o sobrevenida, y comprendo ese dolor y lo conozco como ellos. Nadie más, sin vivirlo, puede hacerlo. Porque estoy hablando de padres, porque estoy hablando de hijos. Y de distancia entre ellos.

     El mayor temor, por muy irracional que sea, es sentir que te mira y no te reconoce, ya no ve en ti a quien eres, has perdido ese lugar. Ese temor está poblado con el eco de otros menores, donde oyes una risa en el pasillo y recuerdas que ya no está, ves algo por ahí y te vuelves para mostrarlo, pero él no está a tu lado para mirar y mirarte.

     Un hijo ve el mundo en dos relámpagos, el de la mirada directa a esa realidad llena de luz y verdad; y luego una más íntima que lanza hacía ti, buscando porqués, buscando comprensión, buscando amparo. Y tú, claro, en esos ojos que te buscan, recibes ese mundo que conoces, pero que nunca habías visto así, que jamás pensaste posible de esa manera. Es hermoso, grande e indescifrable, volver a ver por primera vez el mundo, pasados los años, a través de los ojos de alguien tan pequeño, indefenso, frágil y lleno de vida, alguien a quien quieres más que a ti mismo.

     Finalmente el ciclo de los días se sucede, haciendo su trabajo. Pasa el tiempo y en constante fuga vamos perdiendo aquello que amamos, no se está quieto y hay que reinventarse cada día. La falsa ilusión de continuidad se hace más palpable en la distancia, cuando semana a semana, jueves a jueves, aprecias sutiles cambios, nuevo vocabulario, gestos diferentes, unos centímetros más de repente, una herida de juego nueva, un rito que se hace rutina, una rutina que se extingue. La mirada, tal vez esto es vana ilusión, es siempre la misma. Y es ese chorro de luz que te atraviesa el que te dice sí, sí. Y entonces corres, y te fundes en él.