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martes, 10 de marzo de 2015

OLVÍDATE DE MÍ (El imposible olvido)



(atención, spoiler!)


     Charlie Kaufman fue capaz de imaginar, en esta historia, un artefacto que desafía al mal de amor, al desamor, a esas historias trágicas en las que quedamos profundamente atrapados y que nos vemos obligados a revivir una y otra vez. Como si un extraño designio nos empujara empecinadamente a beber a cada tanto el mismo veneno, con la esperanza de inmunizarnos en esa habituación, con el peligro de no despertar nunca más, quedando atrapado en los sueños, los deseos, los imposibles, las quimeras, aquellas frases dichas y nunca olvidadas, aquellas caricias, aquella mirada abierta que te atravesó el alma.
     Mejor una renuncia total, y que un doctor que borra nuestros recuerdos y vivencias, nos quite de la cabeza todo lo vivido, todo lo sentido, para no seguir sufriendo más, para no estar ahí atrapados por más tiempo. Mejor ser liberados.
     Pero hecha la invención hecha la trampa, y en una segunda vuelta al tema, Kaufman aboga por la inevitabilidad del destino, en el amor, como si se tratara de una fuerza primigenia y profunda, ajena a la memoria y la experiencia. Es el viejo mito platónico del ser que nos completa. De lo que no habla Kaufman es de qué pasa cuando ese sentirse completado sólo es territorio de uno, y no haya eco en el otro. Esa es otra historia, o tal vez, no es historia alguna.
     La pareja de Olvídate de mí, aún tras borrar sus recuerdos, se buscan y se encuentran en mil sitios, y esa aparente casualidad con que dos enamorados se conocen, surge de nuevo una y otra vez, como si desde el vacío de su memoria borrada algo siguiera uniéndoles. ¿Qué podría quedarles?

     Ese algo es lo mismo que los unió por primera vez, esa atracción viva y medular que reúne a dos amantes y los funde. Kaufman postula que sigue viva, a pesar del tiempo, la experiencia y el olvido. Y lo postula con una bellísima historia, llena de poesía en sus imágenes y crisis continuas de los personajes. Todo les lleva una y otra vez a estar juntos, y al mismo tiempo, a fracasar. Y aún así, se dicen, habrá merecido la pena.
     Bueno, cuidadito con eso, me digo. En esta historia hay pureza y entrega, y ambos, él y ella, están proyectados al otro, son de verdad. Por eso, me parece, un fracaso así vale la pena, y la vale incluso repetirlo. Porque es una historia de amor, condenada al fracaso, pero de amor verdadero. Los tortuosos caminos por los que Kaufman llega a entender que el amor implica sufrimiento no están muy claros, pero no distan mucho de los habituales: el miedo, la confusión, el dolor a ser dañados, engañados, abandonados, etc, etc…

    Llegamos al amor como a la vida, dañados o no, dispuestos para vivir, para asumir, para entregar, o nada de eso, heridos, nuestras alas rotas, la sonrisa partida, la mirada con un borrón. El mundo y la herrumbre de los días hicieron su trabajo, y entre la filigrana de aquello que nos hace ser lo que somos está lo mejor, nuestra dulce piel, la magia de esa palabra, el color de aquella frase dicha, la mirada derritiéndose e inundándolo todo. Pero también están el cansancio, las heridas abiertas – y las cerradas – que cada batalla, cada refriega, nos hizo. También esta ese niño perdido al que dejaron solo, falto de besos y caramelos.
                Cuando llega el amor uno está solo ante el mundo, y el otro, el amado. Luego, el mundo regresa y empieza una reescritura total, hasta los colores, los sabores, el tacto de las cosas, ha de redefinirse. Hemos mudado nuestra piel. Seguimos siendo nosotros, pero al mismo tiempo, ha cambiado la mirada, y por tanto, el mundo y lo que somos.

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